La identidad es un bien único
e impalpable, que nos representa, la rutina y el tiempo han hecho que no
percibamos toda la cultura que nos rodea. Parte de esta identidad yace en las
personas, en sus experiencias. Su conocimiento representa nuestro patrimonio
intangible. La gente que conserva en sus memorias la historia viva de nuestra
realidad ha envejecido y, en muchos casos, se ha llevado todo ese conocimiento
a su lecho de muerte. El problema es que no podemos recuperar su sabiduría, sus
tradiciones, las cuales se pierden en el tiempo sin que a nadie le interese.
Tarde o temprano, nuestra cultura, seguramente, correrá la misma suerte,
entonces entenderemos que si no hacemos algo por conservar lo que somos,
perderemos la noción de quienes fuimos, quienes somos y quienes seremos.
La globalización ha hecho que
nuestras vidas se vean inmersas en una constante transmisión de ideas, pero
sobre todo de otras culturas. Esto ha contribuido a que nuestro conocimiento sea
más amplio, pero al mismo tiempo nos ha hecho indiferentes a nuestras raíces.
Todos debemos recordar a nuestros abuelos y padres, que en algún momento nos
transmitieron su conocimiento: agua de manzanilla para el dolor de barriga, si
te golpeas frótate con limón, si te duele la cabeza una hoja de higo es el mejor
remedio, decían, un saber casi desaparecido.
Otro aspecto importante son
las creencias, la fe es uno de los aspectos más presentes en las generaciones
pasadas. La convicción en Dios era inquebrantable, mi madre siempre me
recordaba como era su niñez, me contaba como cada domingo los hombres y las mujeres
iban con sus mejores galas a escuchar la misa, mientras las campanadas retumbaban
desde lo alto de la capilla haciendo que todos acudieran a su llamado como si
fuese un sonido hipnótico del que todos eran parte. Vestido de terno y
sombrero, con gran presencia y devoción, mi abuelo llegaba a la iglesia, ahora
su tradición se ha perdido, ya nadie acude ante la presencia de su Dios.
La historia de quienes fuimos
está llena de leyendas, estas representan la manera de ver el mundo de cada
persona. Una de las que más me llamó la atención fue la historia del duende, un
hombre pequeño y con gran sombrero, de rostro avejentado y ojos penetrantes
como el sol, me contaron como aquel ser se sentía atraído por las jóvenes de
grandes ojos y cabellos largos, él las molestaba lanzándoles piedrecillas,
haciendo que las muchachas huyeran despavoridas al fijarse de su presencia.
Ahora es como si todos estos seres hubiesen desaparecido, la llegada de la
energía eléctrica, de la televisión, el internet, mataron aquella imaginación
que convertía a nuestro entorno en un lugar mágico lleno de un aire de misterio
y hermosura.
La comida también forma parte
de nuestra identidad, el pan de maíz es un reflejo de esto, desde la cosecha
hasta la creación de la masa que se mezcla con las manos de quienes anhelan un
pasado donde todo era mejor, es como si de aquella masa naciese una obra de
arte popular, ante la vista de todos, pero al mismo tiempo invisible se
perdiera en el paladar de los comensales.
Un país que no acepta lo que
es y pierde su cultura, es un país dominado, somos una mezcla de identidades y de
culturas ricas y llenas de matices. A pesar de que cada tradición, cada rasgo
particular de lo que somos, vaya desapareciendo, existen personas que viven
siendo lo que fuimos, lo que somos. Si bien es cierto que el desarrollo es
inevitable y necesario, no significa que debamos perder nuestra identidad, caso
contrario, corremos el riesgo de perder todas esas tradiciones que nos hacen
únicos, además debemos recordar que el tiempo no se detiene y tal vez de aquí
en unos cuantos años, vivamos recordando nuestro pasado, nuestras vivencias,
nuestras costumbres, mientras nuestras miradas impotentes presenciaran como
nuestra cultura muere.
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