miércoles, 7 de noviembre de 2012

La caída de un árbol

Por: Ivan Paredes



La identidad es un bien único e impalpable, que nos representa, la rutina y el tiempo han hecho que no percibamos toda la cultura que nos rodea. Parte de esta identidad yace en las personas, en sus experiencias. Su conocimiento representa nuestro patrimonio intangible. La gente que conserva en sus memorias la historia viva de nuestra realidad ha envejecido y, en muchos casos, se ha llevado todo ese conocimiento a su lecho de muerte. El problema es que no podemos recuperar su sabiduría, sus tradiciones, las cuales se pierden en el tiempo sin que a nadie le interese. Tarde o temprano, nuestra cultura, seguramente, correrá la misma suerte, entonces entenderemos que si no hacemos algo por conservar lo que somos, perderemos la noción de quienes fuimos, quienes somos y quienes seremos.


La globalización ha hecho que nuestras vidas se vean inmersas en una constante transmisión de ideas, pero sobre todo de otras culturas. Esto ha contribuido a que nuestro conocimiento sea más amplio, pero al mismo tiempo nos ha hecho indiferentes a nuestras raíces. Todos debemos recordar a nuestros abuelos y padres, que en algún momento nos transmitieron su conocimiento: agua de manzanilla para el dolor de barriga, si te golpeas frótate con limón, si te duele la cabeza una hoja de higo es el mejor remedio, decían, un saber casi desaparecido.

Otro aspecto importante son las creencias, la fe es uno de los aspectos más presentes en las generaciones pasadas. La convicción en Dios era inquebrantable, mi madre siempre me recordaba como era su niñez, me contaba como cada domingo los hombres y las mujeres iban con sus mejores galas a escuchar la misa, mientras las campanadas retumbaban desde lo alto de la capilla haciendo que todos acudieran a su llamado como si fuese un sonido hipnótico del que todos eran parte. Vestido de terno y sombrero, con gran presencia y devoción, mi abuelo llegaba a la iglesia, ahora su tradición se ha perdido, ya nadie acude ante la presencia de su Dios.

La historia de quienes fuimos está llena de leyendas, estas representan la manera de ver el mundo de cada persona. Una de las que más me llamó la atención fue la historia del duende, un hombre pequeño y con gran sombrero, de rostro avejentado y ojos penetrantes como el sol, me contaron como aquel ser se sentía atraído por las jóvenes de grandes ojos y cabellos largos, él las molestaba lanzándoles piedrecillas, haciendo que las muchachas huyeran despavoridas al fijarse de su presencia. Ahora es como si todos estos seres hubiesen desaparecido, la llegada de la energía eléctrica, de la televisión, el internet, mataron aquella imaginación que convertía a nuestro entorno en un lugar mágico lleno de un aire de misterio y hermosura.

La comida también forma parte de nuestra identidad, el pan de maíz es un reflejo de esto, desde la cosecha hasta la creación de la masa que se mezcla con las manos de quienes anhelan un pasado donde todo era mejor, es como si de aquella masa naciese una obra de arte popular, ante la vista de todos, pero al mismo tiempo invisible se perdiera en el paladar de los comensales.

Un país que no acepta lo que es y pierde su cultura, es un país dominado, somos una mezcla de identidades y de culturas ricas y llenas de matices. A pesar de que cada tradición, cada rasgo particular de lo que somos, vaya desapareciendo, existen personas que viven siendo lo que fuimos, lo que somos. Si bien es cierto que el desarrollo es inevitable y necesario, no significa que debamos perder nuestra identidad, caso contrario, corremos el riesgo de perder todas esas tradiciones que nos hacen únicos, además debemos recordar que el tiempo no se detiene y tal vez de aquí en unos cuantos años, vivamos recordando nuestro pasado, nuestras vivencias, nuestras costumbres, mientras nuestras miradas impotentes presenciaran como nuestra cultura muere.


La gente que representa gran parte de lo que algún día éramos, está envejeciendo, sus cuerpos cansados y sus manos temblorosas palpan una realidad actual totalmente ajena, sus ojos reflejan sus angustias, sus ilusiones y la incertidumbre de su porvenir, como un árbol que crece, da sus frutos y luego se va marchitando viendo como a su alrededor florecen nuevos árboles fuertes, jóvenes. Ante un nuevo mundo el árbol cae, pero las semillas quedan.

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